martes, 10 de junio de 2014

La mujer del excarnicero

El título de este artículo evoca a una película de miedo, con escenas sangrientas y macabras, pero no, se trata de una simple historia de un hombre cuya felicidad es desmembrar chanchos y vacas, pero su mujer no lo deja.

Mientras avanzamos por la Autopista General Cañas, nos enfrascamos en una trivial conversación sobre la felicidad, y cómo conseguirla, ahí surge el tema: este hombre fue y quiere ser carnicero, pero la inseguridad en el país y su esposa truncan su sueño.

No mide más de 1,65 metros y su peso estoy seguro no es mayor a los 65 kilogramos, es poco creíble imaginarlo  destazando una res que perfectamente puede pesar el triple. Pero ahí está la magia del asunto, cada quién encuentra la felicidad en cosas diferentes, a veces está en clavar un cuchillo y terminar con un chicharrón.

Su pasión se concretó en algún momento de su vida, tenía una pequeña carnicería, era feliz. Entre el lomito y los chorizos, Alfonso se ganaba la vida.

Pero este mundo nos trata tan cruel como a un bistec barato en manos de una ama de casa, y a este hombre le llegó la tragedia. 

Los amigos de lo ajeno llegaron a su local, y no pararon de llegar, hasta que indefenso y frustrado trató de tomar la justicia en sus ensangrentadas manos.

Quería sangre, pero ya no era de esa que caía de una pierna del cerdo, era la sangre del humano que le quitaba la comida a su familia.

Con lo que Doña María le pagó el mondongo la semana pasada, Alfonso se fue con el hígado en la mano y pagó para que le dijeran quién era el que se metía a robar a su negocio.

La plata habló y el carnicero se movió, se fue como toro en redondel a destazar por revancha, pero la policía lo enlazó antes de que lo lograra y fue a parar dos días a la cárcel.

Ahí fue donde lo amarraron por segunda vez y esta vez fue una cuerda al corazón, su esposa le pidió que vendiera el negocio, que era más seguro y ya no quería que “anduviera en esas”.

Alfonso le hizo caso, y consiguió otro trabajo. Una pata, y no de chancho, lo metió a una gran empresa a ser chofer. Entre directivos y pequeños empleados como el que aquí habla, se gana la vida, pero ya no la disfruta tanto.

Poco a poco su placer se acaba, después de cerrar la carnicería, “destazaba a domicilio”.

“Me llamaban y me decían: Alfonso, aquí tengo cinco chanchos, ¿Usted me puede ayudar?”, y él iba a surtir de chicharrones en medio diciembre a toda la familia.

Su esposa le pidió que parara, y él lo hizo porque ella “es toda una profesional”.

Me cuenta la última vez que clavó el metal en la suave carne, fue el día que su mujer presentaba la tesis, él tenía que esperar afuera, y por obras del destino, fue frente a una carnicería.

Ese mismo destino le mandó en ese instante una res a su colega, y Alfonso no se pudo resistir a preguntarle si estaba solo.

El extraño le respondió que sí, que antes sus hijos le ayudaban, pero que ya no les gusta y lo habían dejado solo. Esos hijos de carnicero malagradecidos le habían dejado a Alfonso una botella de whisky a dos kilos de lomito de distancia.

“¿Quiere que le ayude?”. No tardó el ahora chofer en preguntar. Entre preguntas y diálogo  se le abrieron las puertas de la carnicería y mientras su esposa presentaba un documento que tenía más hojas de las necesarias, él moldeaba la carne que quizás quién lea esto recibió en su plato.

Sonríe al recordar que gracias a eso toda su familia comió chicharrones y chorizo ese día, pues no le aceptó dinero a su nuevo amigo, y le pagaron con carne.

Y ahí se acaba la historia del excarnicero, que aún conserva todos sus cuchillos, y no deja que su familia los bote.

“Yo les recuerdo que todo lo que tienen viene de esos cuchillos, que yo con eso les lleve el bistec”, cuenta orgulloso.


Quiero pensar que esta historia no acaba acá, y me aferró a esta frase para terminar este artículo: “quién sabe, quizás algún día me vaya para Estados y me meta a una carnicería, yo sé que puedo enseñarles un buen corte inglés”.